Las energías renovables constituyen la alternativa esencial a los combustibles fósiles. Su desarrollo es, por tanto, crucial para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y hacer efectiva la tantas veces nombrada transición energética, es decir la transformación de un sistema energético contaminante a uno climáticamente neutro. Esa transición es un desafío global, concretado en Europa en el objetivo de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en un 55% en 2030 en comparación con los niveles de 1990.
No es extraño por tanto que todas las administraciones españolas sin excepción hayan convertido el desarrollo sostenible y el fomento de las energías renovables en un pilar estratégico de sus políticas públicas. Y es que por sus condiciones geográficas, España (y en particular Andalucía) reúne unas condiciones privilegiadas para convertirse en el epicentro de esta gran revolución verde. Desde hace años venimos escuchando, de hecho, que no debemos perder la oportunidad de aprovechar nuestras condiciones naturales para el desarrollo de un sector verde competitivo e innovador que sirva de locomotora del crecimiento económico.
La buena noticia es que el sector privado sí ha respondido esta vez a la llamada de las administraciones públicas para la movilización de inversiones. El hecho de que haya en España proyectos presentados que suman 147 gigas de potencia, tres veces por encima de las previsiones del Gobierno, no es ningún problema, en todo caso, es el mejor de los problemas que podríamos tener, parecido al del entrenador que tiene a su disposición a todos los jugadores de la plantilla y tiene que elegir a los más preparados para jugar el partido. Corresponde a las administraciones realizar la selección y definir los criterios para un desarrollo ordenado de esta gran iniciativa privada, pero todo ello debe hacerlo sin desincentivar el estímulo privado y desde luego sin demorar los tiempos ni caer en planteamientos utópicos e inviables, como el de pretender que la transición energética es posible solo con instalaciones de autoconsumo, planteamiento inconsistente que empiezan a promover algunas organizaciones ecologistas.
En este sentido, sería necesaria cierta pedagogía por parte de las administraciones explicando que los denostados megaparques no son en sí mismos malos, ni tienen por qué ser proyectos especulativos lanzados por fondos de inversión que van a destrozar el paisaje y la actividad productiva tradicional. De hecho, las autoridades públicas deberían explicar que sin grandes parques solares será absolutamente imposible alcanzar los objetivos europeos y nacionales relacionados con la transición energética. Y que son precisamente los mejores proyectos, los que más capacidad tengan de contribuir a la transformación del modelo productivo, a la par que los más respetuosos con el medioambiente, el paisaje y los sectores tradicionales y modos de vida del entorno, aquellos que serán finalmente aprobados, promovidos y desarrollados. Para ello precisamente están las normas y los rigurosos trámites urbanísticos y ambientales que estos proyectos tienen que superar, con la participación de todos los actores interesados, y para ello están los funcionarios cualificados que tomarán la decisión final sobre la aprobación de estos proyectos de acuerdo con las disposiciones y normas existentes.
Sería un enorme error incurrir en la descalificación sistemática de todos los grandes proyectos de energía solar que se están tramitando o promoviendo. Lejos de ello, la transición energética representa una enorme oportunidad de colaboración público-privada en pro del interés general, en la que el papel de lo público es fijar las condiciones y establecer las garantías para preservar el interés de los ciudadanos, y el papel de lo privado es aportar la inversión y la iniciativa empresarial para el desarrollo de proyectos que concilian el beneficio empresarial con el cumplimiento de políticas y prioridades públicas. En este sentido, es importante subrayar que la obligación del sector público es definir y defender el interés general, es decir, el interés de la mayoría, no dar satisfacción a todos los actores e intereses más o menos concernidos, pues eso es absolutamente imposible.
No deja de ser una enorme paradoja que, bajo el peyorativo concepto de megaparque, se esté extendiendo sobre las grandes inversiones solares una imagen antiecológica que es diametralmente opuesta a los beneficios que de ellas van a derivarse. Las administraciones no deberían dejarse ganar esa batalla retórica, porque no son principalmente los intereses privados de esos promotores los que están en juego. Es el interés general lo que está en juego: la posibilidad de que nuestro país y nuestra comunidad avancen de forma sustancial en la lucha contra el cambio climático y al hacerlo generen un sector productivo e innovador de vanguardia ligado al gran vector de desarrollo global de los próximos años: la economía verde. Preservar el interés general es defender el interés común. Y es, desde luego, promover y estimular la colaboración público-privada, encauzándola al beneficio de la gran mayoría de los ciudadanos.
Francisco José Fernández Romero , socio director de Cremades & Calvo-Sotelo (Sevilla)