Una de las conversaciones habituales entre los socios de los despachos profesionales, y en general, entre los directivos de empresas, se refiere a las dificultades que encuentran no ya para reclutar talento joven sino para motivar y retener a ese talento joven. Se habla mucho de liderazgo en la empresa, y se encomia mucho el talento natural de los líderes, pero habitualmente se obvia que una relación de liderazgo se basa en la atracción de dos polos: el líder y el liderado. Para que el polo positivo pueda hacer su “magia” se  necesita un polo negativo,  y eso es precisamente lo que muchos directivos echan en falta.

En su libro La crisis de la autoridad la jueza Natalia Velilla distingue acertadamente entre autoridad y líder y señala oportunamente que el cargo no hace al líder, como el hábito no hace al monje. Una cosa es tener mando y otra bien distinta es tener liderazgo, una cualidad que ella define como una cierta capacidad de seducción que otorga la posibilidad de influencia sobre el equipo para que dé lo mejor de sí mismo. Compartiendo fundamentalmente esta concepción, así como la necesaria distinción entre el carisma y el poder, no deja de ser cierto que el liderazgo es muy difícil cuando no hay una actitud favorable para el mismo. Me refiero a una cierta capacidad de escucha, un cierto interés por formarse a través del otro, una cierta humildad para aceptar los consejos de quien tiene más experiencia, una cierta predisposición, en definitiva, a dejarse liderar.

Sin ese mínimo común denominador, el liderazgo se convierte efectivamente en un fraude, una mera palabra sin contenido que solo genera frustración. ¿Pero quiero decir con eso que el liderazgo es hoy un oxímoron, un imposible absoluto? Ni mucho menos. Lo que quiero decir, en primer lugar, es que probablemente hoy la carga o el esfuerzo por la atracción reposa más en el líder que nunca. Y lo que quiero decir, sobre todo, es que esa seducción, como la denominaba Velilla,  requiere de maniobras y estrategias distintas. Dicho de otra forma, fracasaremos en el liderazgo si pretendemos ser líderes a la manera en que los mayores lo fueron con nosotros. Necesitamos aprender a ser líderes de otra forma, pensando que enfrente nos vamos a encontrar a un joven menos motivado y predispuesto a dejarse liderar.

Al nuevo modelo de liderazgo que propongo le podríamos bautizar “liderazgo a través de la experiencia de cliente” o “liderazgo de campo de batalla” y para explicarlo recurriré a analogías extraídas de dos extraordinarias películas bélicas: Senderos de Gloria y Doce del Patíbulo. En las dos los mandos militares comparten la dificultad de motivar a un grupo de soldados desmotivados/desmoralizados, en el primer caso, y manifiestamente heterodoxos e indisciplinados, en el segundo caso, para misiones muy difíciles.

En Senderos de Gloria se confrontan claramente dos modelos de liderazgo: el falso y el verdadero. El primero  vendría representado por el general Mireau, que se pasea por las trincheras para dar ánimos a los soldados, pero enseguida regresa a la retaguardia, donde lleva un tren de vida imponente ajeno a los rigores  y sufrimientos de la tropa. El segundo vendría representado por el coronel Dax, interpretado por Kirk Douglas, que demuestra su liderazgo en el campo de batalla, enfrentándose a los alemanes, y dando la cara por sus soldados delante de los superiores. Ese segundo modelo de liderazgo sería también el que encarna en Doce del Patíbulo el mayor Reisman.

Ni el coronel Dax ni el mayor Reisman son líderes de equipos que se destacan por motivar, escuchar, brindar comprensión y apoyar en la realización de los trabajos, todos esos atributos que habitualmente se asignan al liderazgo. Realmente, en los dos casos, son más bien líderes muy poco seductores, o que ejercen una forma particular de seducción que no está basada precisamente en la conversación.

Así del mismo modo, pienso hoy que en las empresas y en los despachos profesionales, la única posibilidad real de liderazgo con los equipos –y particularmente con los profesionales más jóvenes- es la que se despliega en la gestión de clientes. Nuestros soldados raros  aprenden observando cómo sus mandos gestionan a los clientes. Y nuestros mandos se hacen líderes solo poniéndose al frente y demostrando su valor (entendido a la vez como coraje y capacidad) en la relación con los clientes.

Pero ese liderazgo de gestión de clientes o de campo de batalla no es fácil. Supone dar entrada e interlocución a los soldados en las cuentas, asumiendo los riesgos de hacerlo y cargando con los errores. Supone asimismo capacidad de corregir y mejorar su trabajo, llegado el caso. Supone defender al equipo, y sus posibles fallos, frente al cliente y frente a la propia cadena de mando en la organización. Y supone finalmente algo tan difícil como promover la autogestión de los conflictos internos, haciendo algo que el mayor Reisman sabía hacer muy bien: ignorar las peleas, no mediando en ellas, y dejando que los soldados se las arreglaran por su cuenta. Ya lo dijo el gran Baltasar Gracián: “mandar es, en gran parte, no darse por enterado”.

De acuerdo