Las cosas, con el fenómeno del micropoder están cambiando, y de una forma irreversible y profunda. Afectan los cambios a prácticamente todos los ámbitos relevantes, incluso a la propia dinámica y concepción del sistema democrático. Llevamos tantas décadas hablando de la crisis de la democracia que ya va camino de ser una frase hecha, un tópico. Sin embargo, tras la caída del Muro de Berlín en 1989 la democracia aparece como el régimen político por excelencia. No son pocos los países que soportan gobiernos no democráticos, pero el consenso ideológico internacional es unánime en coincidir con Churchill en que “la democracia es el menos malo de los sistemas políticos”.
La explicación de esta paradoja podría resumirse en que la democracia está enferma de éxito. Son tantos los modelos de democracia que la identidad propia de este sistema aparece cada vez más desdibujada: si todo es democracia, puede que nada lo sea. Algunos autores hablan del carácter asintótico del concepto. La democracia sería una aspiración a la que hay que tender pero sin lograrla alcanzar nunca. En todo caso, parece que el llamado “principio democrático”, entendido como el principio de las mayorías parece insuficiente para fundamentar el sistema democrático, por su carácter meramente procedimental. Si algo hemos aprendido de la historia europea del siglo XX es la débil resistencia que ofrece una democracia formal frente a los embates del totalitarismo cuando se sirve del principio de las mayorías.
No hace falta retrotraerse a las profundas amenazas que se cernieron sobre las democracias en el pasado. Actualmente asistimos en Latinoamérica a un renacer del populismo que se alimenta, en gran parte, de la desconfianza de los ciudadanos respecto a los mecanismos actuales de representación. En Estados Unidos y Europa, por otra parte, la mayoría de la sociedad se despreocupa de la política. La apatía política de la mayor parte de la sociedad se veía hace poco como síntoma de una democracia madura que podía permitirse el lujo de contar con una gran parte de sus ciudadanos dedicados a sus intereses particulares exclusivamente. Ahora, con la presencia de nuevos factores de riesgo social como la inmigración masiva, el peligro del surgimiento de partidos antisistema parece más cercano.
En su monumental obra “Los orígenes del totalitarismo”, Hannah Arendt explica que el advenimiento de los regímenes totalitarios en Europa fue posible por la existencia de dos espejismos de los países gobernados democráticamente. El primero consistía en “creer que el pueblo en su mayoría había tomado una parte activa en el Gobierno y que cada individuo simpatizaba con un partido o con otro”. Al contrario, la experiencia del régimen nazi en Alemania demostró que “las masas políticamente neutrales e indiferentes podían ser fácilmente mayoría en un país gobernado democráticamente”, por lo que “una democracia podía funcionar según normas activamente reconocidas sólo por una minoría”. El segundo espejismo de las democracias occidentales, descrito por la insigne filósofa, consistía en suponer que “estas masas políticamente indiferentes no importaban, que eran verdaderamente neutrales y no constituían más que un fondo indiferenciado de la vida política de la nación”.
Prosigue Arendt comentando que se ha señalado frecuentemente que los movimientos totalitarios usan y abusan de las libertades democráticas con el fin de abolirlas: “esta no es simplemente maligna astucia por parte de los dirigentes o estupidez infantil por parte de las masas –aclara-. Las libertades democráticas pueden hallarse basadas en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; sin embargo, adquieren su significado y funcionan orgánicamente sólo allí donde los ciudadanos pertenecen a grupos y son representados por éstos o donde forman una jerarquía social y política”.
Es necesaria por tanto una nueva inyección de principios democráticos que involucren a los ciudadanos en el gobierno de la sociedad. Porque la democracia es algo más complejo que la sola celebración de elecciones. Según Samuel P. Huntington, “las elecciones competitivas, libres e imparciales son la esencia de la democracia, su inevitable sine qua non”. Pero, a partir de ahí, los gobiernos pueden ser corruptos, ineficaces o irresponsables, lo cual les haría menos democráticos, aunque no necesariamente antidemocráticos.
Está aceptado pacíficamente que el elemento esencial de una democracia es el Estado de Derecho. Es decir, la existencia de un orden jurídico válido y eficaz al que se sometan todos los ciudadanos sin excepción alguna podrá garantizar la igualdad, la independencia judicial y, en última instancia, el respeto por los derechos fundamentales. Sin el Estado de Derecho, el resto de los requisitos democráticos no serían más que conceptos vacíos sin aplicabilidad práctica.
Una democracia requiere, sin embargo, algo más que la sola presencia de un Estado de Derecho. El sistema político necesita de una respuesta por parte de sus propios componentes. El grado de respuesta de una democracia (“democratic responsiveness”) depende de la participación de los ciudadanos, de su capacidad para votar, presionar, protestar y organizarse para influir en las decisiones del ejecutivo. La paradoja del sistema democrático es que cuanto más se democratizan las decisiones menos eficacia práctica suelen alcanzar.
Esta relación entre la eficacia gubernamental y la respuesta democrática es lo que algunos analistas denominan ‘la esquizofrenia de la democracia liberal’. La participación política no es, por tanto, algo sencillo ni la fórmula mágica para regenerar las cansadas democracias occidentales. Resulta imprescindible entender la participación en el contexto de un modelo político y social viable. Veremos cómo se están abriendo nuevas posibilidades de regeneración del sistema democrático gracias al cambio que supone el micropoder. Esta es la principal aportación de los nuevos modelos de democracia, en particular de la democracia participativa y la democracia deliberativa.