El resultado de las elecciones del 23-J ha vuelto a colocar en el tapete la cuestión de la soberanía, de la autodeterminación, en este caso adobada por la solicitud de amnistía para los condenados con ocasión del denominado proces. Pues bien, en el debate público suscitado con ocasión de estas pretensiones nacionalistas, el relato real sobre lo que es España, sobre lo que ha sido y lo que debe ser, es fundamental.
En realidad, como viene aconteciendo desde hace demasiado tiempo, las tesis nacionalistas campan a sus anchas en un peculiar complejo de superioridad que parece imbatible y que contrasta, y no poco, con la ausencia de un proyecto de España razonado, sólido, atractivo, que no se quede anclado en el refugio del fundamentalismo constitucional, sino que se proyecte sobre los diversos ámbitos de la vida cultural, social, política y económica.
En efecto, hasta hoy, y desde el refrendo del Pacto Constitucional de 1978, el discurso prevalente en lo que se refiere a nuestra identidad colectiva ha sido, por causas muy diversas, el discurso nacionalista. Sus causas son, en buena parte, conocidas y algunas tienen mucho que ver con la reacción frente a nuestro pasado político, en el que se entendía España, hasta no hace mucho, con criterios que excluían a quien no comulgara con el credo político del momento. La apertura de las puertas de la libertad y el reconocimiento constitucional de los hechos diferenciales, posibilitaron el desarrollo pacífico, y al mismo tiempo solidario, de las identidades singulares de los distintos pueblos de España. En este marco, el nacionalismo se encargó de exacerbar un sentimiento de diferencia, de alejamiento y hasta de rechazo de todo lo que no se considerase genuino, autóctono, oriundo. Tal actitud llevó por una parte a afirmar que la única realidad social y cultural auténtica era la de los territorios particulares y por otra, a considerar a España como el residuo, el excipiente que queda cuando aquellos territorios, con pretendido fundamento nacional, se entienden en clave exclusiva y excluyente.
Según este modo de pensar, España sería una realidad artificiosa, producto de un proceso político unilateral e impositivo que ha aherrojado y alienado la realidad nacional de algunos de sus componentes que, por fin, ven llegado el momento de liberarse de tanta opresión y laminación de sus identidades colectivas.
La realidad, la real realidad, no la fabricada o diseñada ideológicamente, es bien distinta, aunque algunos la vean o se empeñen en verla de esta manera. En primer lugar, porque no existen esas supuestas realidades nacionales a las que permanentemente se alude. Hay efectivamente legítimas diferencias en la identidad de los pueblos de España, pero no hay aquella uniformidad cultural, lingüística o de cualquier otro tipo que pretenden los nacionalistas. En segundo lugar, porque España es algo más que una entelequia.
Efectivamente, España es una realidad histórica incuestionable. Su impronta en la cultura y en la civilización universales se puede considerar en términos históricos imborrable. No hay más que abrir los libros de historia universal para constatarlo. Su presencia en el campo de la comunicación, de la ciencia, de la creación artística, del comercio y de los negocios, es determinante de amplios aspectos de la realidad de la humanidad del mundo presente, y es evidente que por muchos siglos. En este sentido, hay que destacar, es de justicia, que esa presencia española se hizo y se hace real por españoles de toda procedencia: castellanos, andaluces, manchegos… pero también, y de qué forma tan destacada- por catalanes, vascos y gallegos, por señalar algunas colectividades bien representativas. Es decir, no se trata del comportamiento de pueblos sometidos, sino de pueblos activos, comprometidos y protagonistas de la historia española. Hoy encontramos tantos proyectos de diversa índole liderados por españoles de Galicia, del País Vasco, de Cataluña, de Andalucía que están en la mente de todos.
España es también una realidad política de profunda raigambre. Esas raíces no son otras que las del Estado de Derecho. Puede ser que con frecuencia olvidemos que, aun siendo la democracia un régimen crecientemente difundido -lo que en cierto modo es indicativo del progreso de la humanidad -, en pocos lugares del mundo se asienta sobre cimientos tan sólidos de respeto a la persona, de tolerancia y de convivencia como en España. A quien lo negase habría que hacerle dos sencillas preguntas: ¿qué país sirve de referencia para negar la condición democrática de España? ¿donde están las diferencias tan graves respecto al modelo real señalado? De modo que podemos afirmar también así nuestra identidad: España es una democracia, mejorable por supuesto, pero una democracia.
Por eso, paralelamente a esa condición o como fundamento de ella, se puede afirmar que España es un territorio de libertades, bien a pesar de que últimamente no es que estemos pasando por el mejor momento en lo que se refiere a la libertad de expresión, a la libertad educativa, a la libertad de prensa… Somos muchos los que nos sentimos orgullosos de nuestro país, porque a nadie se le impone un modo de pensar, porque cada persona se manifiesta como le parece adecuado dentro del marco legal establecido por el acuerdo de todos los españoles, porque aun habiendo profundas disparidades políticas -puede que no tan graves como a veces se pintan- estamos abiertos al diálogo y al entendimiento, y la tolerancia es una de nuestras marcas distintivas. Vivimos en un país de libertades, conquistadas y afirmadas día a día por mujeres y hombres libres que precisan de un ambiente real de tolerancia y respeto que den este tiempo, sin embargo, empieza a quebrarse por mor del dominio del pensamiento único.
Como consecuencia de esa libertad, España se presenta así mismo, como un marco de integración de lo diferente, un marco de integración libremente asumido. Es cierto que la pertenencia a España es rechazada por algunos nacionalistas, aquellos más dominados por sus presupuestos ideológicos, que lo que quieren es la desintegración de ese marco. Pero mayoritariamente los españoles pretendemos hacer compatible la afirmación de nuestra identidad que cuenta no sólo con lo que nos diferencia, sino también con lo que nos une- con la integración política en ámbitos superiores de convivencia. Por eso defendemos esta España que se nos presenta unida y plural. Si esto es así, como parece, ¿por qué no apoyarse en la mayoría que siente estos valores como propios en lugar de ceder al chantaje de ciertas minorías nacionalistas?.
España es también un espacio social de solidaridad. La solidaridad es la argamasa que afirma esa unión de pueblos tan diferentes pero que tantas cosas tienen en común. Y la solidaridad no se mide sólo en términos económicos, aunque esos sean los únicos mensurables. Un país es, en buena medida su historia. En ese contexto, la deuda que el resto de España tiene, por poner un ejemplo, con Cataluña, es posiblemente impagable, pero en igual o mayor medida es incalculable la deuda que Cataluña tiene con el resto de los pueblos de España. Sólo la visión raquítica que impone el nacionalismo radical permite ver la solidaridad en función de los costes que reporta, olvidando los beneficios que proporciona.
España es tal vez más que nada, un fondo común inmenso, compartido, de vivencias, de experiencias, de afectos, de pasiones, de ilusiones, de proyectos. Esta afirmación de la identidad de España, que se podría cubrir de matices y de argumentos hasta componer un tapiz difícilmente igualable en el mundo, no quiere ser, recurriendo a la expresión de Simone Weil, un patriotismo de grandeza. No, no se trata de aquel patriotismo ampuloso, satisfecho, tan propio de todo nacionalismo. No se trata de eso porque no olvidamos, ni podemos ni queremos hacerlo que, al lado de lo que nos enorgullece, de lo que puedan ser los momentos gloriosos, siempre efímero si no es por el recuerdo que los salva, se levantan todas sus tropelías, errores, torpezas y falsedades. La realidad histórica de España, y su realidad actual, nos llena de dignidad y de satisfacción por muchos motivos, aunque es posible que por otros nos ocasione indignación o repulsa. Pero no por eso le damos la espalda, sino que sentimos con mayor intensidad el compromiso común por mejorar la España que somos, que no es sino el compromiso por hacernos nosotros mismos y todos los pueblos españoles más libres, más cooperadores, más generosos y solidarios.
Jaime Rodríguez-Arana, Miembro del Consejo Académico de Cremades & Calvo-Sotelo, Catedrático de Derecho Administrativo